jueves, 5 de noviembre de 2009


Ha sido un poco raro. En realidad, la semana ha sido un poco rara. Veamos.
Al acabar la tutoría de Filosofía, en la UNED, una chica espectacular se me ha acercado para preguntarme algo relacionado con la profesora de una asignatura. Era algo sin importancia, pero la conversación ha derivado en la literatura, los libros, etc. Y todo sin dejar de reírnos. El ambiente ha sido fabuloso. Al llegar a casa sentí que me había enamorado, como siempre. Luego, ya en la cama, he pensado que eso no es posible. Ella tenía un aspecto increíblemente pijo, vestía con ropa cara, muy cara. Y ese cuerpo no lo había conseguido leyendo y aprendiendo, sentada. No. Antes de que el sueño me capturara, recuerdo que me dije que qué importaban tantas estupideces. Y, luego, soñé con Mazinger Z. Buscaba a Afrodita A en medio de una montaña de escombros.
En mi lugar de trabajo, al día siguiente, he mantenido una conversación aparentemente profesional (sobre material de clase), pero en realidad muy íntima y cariñosa con una chica fantástica. Y la mujer de la tutoría se ha esfumado de mi cabeza.
Por último, hoy, al salir de una pequeña reunión en la Escuela de Letras, junto al Palacio Real, decido que me compraré una gorra. Y me entierro en El Corte Inglés de Preciados. Al salir, me pierdo. Y aparezco en la parte trasera. Enfrente veo, y aquí está lo terrible, una librería de La Casa del Libro. Nunca había imaginado que hubiera una tan cerca de La Puerta del Sol. Con mi gorra en la cabeza decido que he de entrar. Para ver. Paso allí dentro casi una hora. Al final, salgo con dos bolsas y cinco libros: Joyce Carol Oates, Un jardín de placeres terrenales; John Updike, Corre, Conejo; Mircea Eliade, La novela del adolescente miope; Saul Bellow, Carpe Diem; y Marcus du Sautoy, La música de los números primos. Cuatro novelas, tres norteamericanas y una europea. Además, un ensayo muy fresco y animado sobre los intentos que ha habido en la historia de encontrar por parte de los matemáticos una lógica a los números primos.
Pero, mientras camino hacia el metro, siento que he cometido un grave error. ¿Para qué comprar ahora estos libros? No tengo tiempo, es practicamente imposible que los lea durante este mes. Me doy cuenta de que en realidad habria podido prescindir de ellos. No me bajo en Menéndez Pelayo, sino en Atocha Renfe. Camino hasta la zona de Cercanías, y me siento debajo del pecho colgante de Mazinger Z. Extraigo La música de los números primos para saber si es posible encontrar algo de lógica en todo.
Semana extraña, pero hermosa. Y experimento, mientras disfruto de La música, que todo lo que me rodea se mantiene en armonía, como sentía cuando, de pequeño, echaban las aventuras de Mazinger Z y Afrodita A por televisión. El ambiente tranquilo, caliente, casi silencioso es el que me rodea en Atocha, a pesar del ruido, las corrientes de aire, y la indiferencia de la gente. A mí sólo me falta Afrodita.

martes, 27 de enero de 2009


Todo en un Starbucks huele a artificial. Tal vez por eso lo frecuento, y me pido un expreso doble, 2,40€. El lunes, las clases que recibo de 19:30 a 22:30 fueron tensas, falsas, hipócritas. Hubo un enfrentamiento con la realidad casi insoportable. Una mujer me llamó "inmaduro" sin motivo aparente en medio de una explicación, ante toda la clase; y la respuesta fue la de un inmaduro. Siempre, sin quererlo, hago y digo lo que la gente espera de mí. Me justifico hablando de mi sensibilidad ante el ataque personal, y el ridículo es aún mayor. Los compañeros, cuando las clases ya han finalizado, se marcharon a tomar unas cervezas, indiferentes a mí y mis reacciones estúpidas, propias de un adolescente preocupado por la ropa o la chica que no le hace caso. Yo tomé por El Arenal, y entré en el Starbucks de dos plantas. Y, allí, toda la angustia desapareció. Me senté en el sofá, cómodo, amplio y acogedor, mirando al exterior. La realidad vuelve a ser comprendida.

En Moby Dick uno de los oficiales se llama Starbuck, el Ciervo de la Estrella. Es el personaje a cuyo cargo está el indio, Queequegs, o algo así. Es curioso. Cuando por fin me he decidido a escribir sobre mi dificultad para adaptarme a los demás, también he comenzado a leer la novela de Melville, y allí está. Todo está tan lleno de casualidades. Hasta es posible que el nombre de la cadena de cafeterías se deba a este personaje: en el centro del logotipo hay lo que parece ser una mujer cuyo cabello asemeja dos ríos que emanan desde lo alto de la cabeza. Incluso la señora en cuestión se parece más bien a una protagonista de algún relato fantástico, o quizá sea un ciervo distorsionado por los efectos del LSD en el autor del dibujo. La artificialidad. Como el ambiente, y el café. Mientras pienso en estas cosas el rostro de la profesora que me insultó adquiere forma en el rostro de la valkiria de plástico. Tomo el vaso, la asfixio sin apretar demasiado, bebo un sorbo, y desde mi sofá del Starbucks miro de nuevo a la calle. Sonrío y cierro los ojos, satisfecho.