viernes, 7 de mayo de 2010

Ya han pasado más de tres meses desde la muerte de Conchi, mi hermana. Más de tres meses de dolor profundo. Pero es ahora, en estos días de calurosa primavera cuando parece que comienzo a ser consciente de cuánto espacio ocupaba en mi vida. Esta noche, 7 de mayo, viernes, las lágrimas han vuelto como un torrente impidiéndome pensar con un poco de claridad. Lo cuento a pesar de que siempre me ha parecido obsceno hablar del sufrimiento de uno. Perdón.
Esta tarde he paseado por los alrededores de Atocha, el Reina Sofía. Hacía fresco, pero el aire me abría por dentro.
Todas las calles estaban llenas de gente de diversos lugares del mundo. Eso está bien, pero a mí Madrid últimamente me pesa mucho. No sé, será la ausencia.
Y entonces, me encuentro con la bufanda enorme que parece a punto de escapar de ese rincón junto a La Central, llevada por el viento.
Las bufandas son algo contradictorias. Por un lado, te dan calor; como el que yo necesito. Pero, por otro, impiden que tu cuello respire. Lo mismo me pasa a mí ahora.
Pasear por las calles de Madrid se me antoja aburrido. No ya porque sólo están los mismos rostros de siempre, sino sobre todo porque, en cuanto te alejas un poco del centro, la ciudad se convierte en una capital cualquiera de provincias española. Cutre, casposa y maloliente.
Y el centro de Madrid, para mí, son sólo los alrededores de Atocha. Como el claustro del monasterio. Ya no hay más. La Central es el centro. Y contemplar la bufanda a punto de escapar, sin conseguirlo nunca, es mi penitencia. Penitencia para calmar el dolor, no para sanar mi espíritu. Penitencia para sentir que todavía vivo, no para salvar mi alma.
En fin, la bufanda, mi hermana. Quizás inconscientemente relaciono a las dos. ¿o soy yo las dos? La bufanda de La Central es mi dolor a punto siempre de echar a volar.
Al anochecer he vuelto a casa, y he llorado.